Desde mi compartimiento escuché al hombre del compartimiento de enfrente preguntarle a la enfermera si podía conservar las medias puestas.
– Son extremadamente elásticas – dijo.
– Debe quitarse todo – aulló la enfermera, estricta.
Entonces no pude evitar verle los pies por debajo de la cortina cerrada. Cuando se sacó las medias, uno de sus pies parecía artificial, pero extrañamente mullido. Las uñas impecables.
Las medias, sin lugar a dudas, alguien se las había puesto en la mañana. Sacarlas resultó un sacrificio que lo dejó rojo y rumoroso. Pude escuchar su respiración agitada, pero el pie seguía impávido como un autómata.
Desde mi compartimiento alcancé a ver la blancura de aquel pie y la cicatriz que subía desde el talón hasta una zona que me era vedada por la cortina.
Pensé en mi brazo. En cicatrices sobre cicatrices. En un libro de Mario Bellatin que transcurre en cubículos como estos, pero en una clínica de masajes especializadas en personas que han perdido un miembro. Tal vez esto sea lo mismo – pensé. Quise contarle ese libro a mi acompañante, pero llegó el médico y con un bolígrafo marco en mi brazo la parte a ser operada.
– No es allí – le dije.
– En la luz del quirófano lo veré mejor – me dijo.
El hombre del pie abrió la cortina y se sentó a esperar su turno. Se había quitado la ropa elegante que llevaba y ahora estaba cubierto por una bata igual a la mía. Se veía que no era la primera vez que estaba allí y que luego de la operación saldría como si nada, directo a su trabajo o a alguna reunión de negocios.
Desde ojos agrandados por los lentes, el médico me dijo que no me preocupara y siguió de compartimiento en compartimiento marcando cuerpos con un bolígrafo.