Compartimientos

Desde mi f4898e161dfc82d74595907f00e51662db2bee99_mcompartimiento escuché al hombre del compartimiento de enfrente preguntarle a la enfermera si podía conservar las medias puestas.

– Son extremadamente elásticas – dijo.

– Debe quitarse todo – aulló la enfermera, estricta.

Entonces no pude evitar verle los pies por debajo de la cortina cerrada. Cuando se sacó las medias, uno de sus pies parecía artificial, pero extrañamente mullido. Las uñas impecables.

Las medias, sin lugar a dudas, alguien se las había puesto en la mañana. Sacarlas resultó un sacrificio que lo dejó rojo y rumoroso. Pude escuchar su respiración agitada, pero el pie seguía impávido como un autómata.

Desde mi compartimiento alcancé a ver la blancura de aquel pie y la cicatriz que subía desde el talón hasta una zona que me era vedada por la cortina.

Pensé en mi brazo. En cicatrices sobre cicatrices. En un libro de Mario Bellatin que transcurre en cubículos como estos, pero en una clínica de masajes especializadas en personas que han perdido un miembro. Tal vez esto sea lo mismo – pensé. Quise contarle ese libro a mi acompañante, pero llegó el médico y con un bolígrafo marco en mi brazo la parte a ser operada.

– No es allí – le dije.

– En la luz del quirófano lo veré mejor – me dijo.

El hombre del pie abrió la cortina y se sentó a esperar su turno. Se había quitado la ropa elegante que llevaba y ahora estaba cubierto por una bata igual a la mía. Se veía que no era la primera vez que estaba allí y que luego de la operación saldría como si nada, directo a su trabajo o a alguna reunión de negocios.

Desde ojos agrandados por los lentes, el médico me dijo que no me preocupara y siguió de compartimiento en compartimiento marcando cuerpos con un bolígrafo.

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Casas clausuradas

Cuando tenía seis años, más o menos, abandonamos un apartamento luminoso frente al Ávila y nos mudamos a una ciudad oscura de tanto verde y tanta lluvia. Era la ciudad en la que había nacido mi madre y en la que había vivido hasta la adolescencia. Era en realidad un pueblo lleno de mosquitos y mariposas nocturnas. Un lugar lleno de historias familiares muy viejas. Mi madre nos llevó a la casa en la que había transcurrido su infancia, nos inscribió en la misma escuela en la que ella había estudiado la primaria, nos mostró fotos en las que vestía el mismo uniforme escolar que luego nosotras usaríamos. Feliz, mi madre nos mostró lugares, ríos y casas. Nos llevó a comer dulces en la casa de las mismas viejitas a las que ella solía comprar dulces cuando era niña. Todavía estaban allí, igual de viejitas, casi eternas, todavía hacían dulces para vender, todavía estaban solteras.

Volvimos a aquella ciudad, aunque era la primera vez que mi hermana y yo estábamos allí. Entonces estaban todas esas historias contadas y reencontradas, y esas casas, y esas paredes de bahareque, y esos dulces de nombres trinitarios y esas plazas. Cosas que parecían ser nuestras, pero que nosotras no conocíamos.

Mi padre comenzó a trabajar en un pueblo mucho más pequeño que ese pequeño pueblo en el que vivíamos. Allí había un campo petrolero abandonado, pozos secos, jungla. Regresaba mi padre en las tardes con historias de pájaros, serpientes, cachicamos. Historias que escuchaba allí o que inventaba mientras conducía de regreso a casa. También traía otras historias más terribles que solía contarle sólo a mi madre, mientras se tomaban unas cervezas en la cocina, cuando pensaban que mi hermana y yo estábamos dormidas. Entonces estaban todas esas fábulas entendidas a medias, escuchadas a medias, reales o inventadas, esa mitología, y esos animales inimaginables, y esa selva, y esos pozos secos de petróleo, y esas casas fantasmas, y esos balnearios, y esos ríos que llegaban hasta un mar inaccesible, pero no tan lejano.

 

 

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Lenguas, tatuajes, cárceles

rusos

Aquel hombre hablaba un hebreo florido. Con ese cierto calado de quien viene de otra lengua semítica. Entraba y salía de las profundidades de las palabras con pericia de buzo. Tejía un discurso preciso y precioso. Se regodeaba en construcciones sintácticas que a mi me parecían dificilísimas. Entonces pensé: quisiera hablar hebreo como ese hombre que está ahora allí, traduciendo simultáneamente la historia de las señoras palestinas, en una reunión de árabes y judíos que han perdido a familiares en las tantas guerras y los tantos atentados que ha habido en esta parte conflictiva del planeta. Las señoras, ofuscadas, contaban en árabe sobre hijos y maridos, mientras aquel hombre traducía al hebreo con la agilidad de quien nada a gusto en el océano de las lenguas.

En algún momento, el hombre dejó de traducir a las señoras y contó su propia historia. Había estado preso intermitentemente desde los 10 años en diversas cárceles israelíes. Primero, por tirar piedras contra asentamientos judíos en la zona de Hebrón. Los motivos de sus siguientes incursiones en prisión no fueron explicados, pero sí la historia del odio creciente de quien vive bajo la ocupación de una nación extranjera.

En el momento de las preguntas, alguien dejó de lado todas las implicaciones políticas de las historias que allí se presentaron, y se fue directo a lo lingüístico. ¿Dónde – preguntó tras excusarse por salirse un tanto del tema- aprendió usted a hablar con tanta belleza y propiedad? En la cárcel – contestó aquel hombre. A los 10 años – dijo – yo no conocía una sola palabra en hebreo, pero lo escuchaba a mi alrededor, en la cárcel. A los gritos, el hebreo salía de la boca de los policías que me llevaban a mi primera prisión, de los guardianes, de algunos otros presos. Eran palabras sin sentidos – dijo – apenas gruñidos para mí. Allí, en la cárcel, aquel hombre decidió que debía aprender bien la «lengua del enemigo».

Entonces recordé aquellos lenguajes secretos usados por los presos en las cárceles para no ser entendidos por los guardianes, como es el caso del lunfardo argentino a principio del siglo pasado, la simbología de los tatuajes rusos en los años ochenta, la lengua de los pranes venezolanos en nuestros días. Pero en especial recordé la propia historia escrita y dibujada en la piel de los presos rusos, tatuajes estridentes que representaban asesinatos, rangos, violaciones. Entre los años 40 y 80 del siglo pasado, un policía con talento para el dibujo se dedicó a hacer un registro gráfico de estos tatuajes, más tarde también hubo fotos tomadas por un fotógrafo de prensa, que hoy están recopilados en varios libros, pero especialmente en Russian Criminal Tattoo Encyclopaedia, publicada por una editorial británica. Se trataba de tatuajes hechos de forma primitiva, con una máquina de afeitar eléctrica, adaptada para tal uso, y una tinta de fabricación casera, hecha de goma quemada y orina – eso sí, la orina de la misma persona a ser tatuada, para evitar infecciones o contagios, aunque de todos modos abundaban la gangrena, el tétano, el sida entre los tatuados. Tatuajes que representaban un verdadero código del hampa. Novelas autobiográficas tatuadas en brazos, piernas, pechos. Advertencias a otros presos. Filosofías de vida.

Las cárceles son especies de laboratorios gigantescos de idiomas y lenguajes. Hay allí una lengua viva, desprendiéndose de la lengua del afuera, creciendo en los recintos y en las oscuridades, equipándose de una gramática de sangre. En el traductor palestino se trataba de una lengua enemiga, la lengua de los guardianes de su prisión. Una lengua aprendida meticulosamente y con rabia. Una lengua usada como herramienta de supervivencia, primero en el propio recinto carcelario, luego afuera para traducir las historias del duelo, el odio insalvable y la pérdida. En aquellos convictos rusos, el movimiento es inverso, era un código y un escudo impenetrable, y fue el guardia de prisiones Danzig Baldaev quien tuvo que aprender a descifrarlo para adentrarse en ese mundo turbio y secreto de los presos.

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Trampa-jaula

trampa-jaula

Estaba pensando en la traducción al hebreo del título de mi nuevo libro, por si acaso mis amigos hebreoparlantes me preguntan cómo se llama. Como no me convencía mucho mi traducción literal, le pregunté a mi hija.

  • ¿Cómo se dice trampa-jaula en hebreo?
  • ¿Qué es trampa-jaula? – me preguntó.
  • Es una jaula que también es una trampa – le dije y me dediqué a explicarle el mecanismo. Luego de mucho pensar, ella me contestó:
  • En hebreo no hay traducción para esas cosas tan filosóficas.
  • ¿Cómo no va a haber? – me asombré – Es una jaula para atrapar pájaros.

Mi hija se quedó muda un rato y luego respondió:

  • ¡Mamá! ¿A quién se le ocurre escribir un libro sobre eso?

Entonces mi hijo, que había estado escuchando la conversación desde lejos, intervino:

  • Bah! Los adultos escriben libros así de aburridos.

Jjaajajajajajajajajajajajajajajajajaj!!!!!!!

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Peces de paz, peces de guerra

Uno de los motivos por los que voy a esa peluquería es porque hay una pecera.

El asunpezto me resulta muy bellatinesco.

Me fascinan aquellos peces de colores tejiendo el agua de un lado a otro como un presagio que no sé descifrar. Un guiño literario.

También voy porque me queda cerca y porque el peluquero me hace más o menos lo que le pido.

Hoy, mientras esperaba mi turno, noté que la pecera estaba vacía. Entonces aquel salón de belleza se alejó del salón de Bellatin y pasó a ser lo que es: una peluquería que funciona en el medio de una carretera llena de girasoles o de trigo, al lado de una estación de servicio, atendida por su dueño: un peluquero de Kazajistán.

Una peluquería generalmente vacía: muchas veces el peluquero pasa la tarde jugando en un playstation.

Le pregunto por los peces.

Tengo que comprar peces de paz – me responde. Los que estaban allí se comieron los unos a los otros y ahora solo queda uno, escondido entre la escafandra de plástico y las algas. No logro sacarlo y mientras no lo saque, no puedo traer más peces.

Comienza a lavarme el cabello. Trato de recordar qué pasa finalmente con los peces del Salón de Belleza escrito por Mario Bellatín, pero no recuerdo nada. Recuerdo, sí, el destino de los enfermos que iban a morir en aquel moridero.

Peces de paz – repite el peluquero, como quien se lo repite a sí mismo.

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Dientes de oro

dientes de oro

Pregunto si allí hacen fotos para pasaportes y una boca de dientes dorados en medio de aquella minúscula tienda me responde que sí.

– Sí – dice el fotógrafo ruso y deja ver una hilera de dientes de oro.

Entonces me llega como desde otro mundo la expresión «tren delantero». Todo el «tren delantero» dorado – pienso y no puedo sacar los ojos de ese brillo. Pienso, además, en que no entiendo cómo hubo tantos dientes de oro en la antigua Unión Soviética. Me parece una aporía.

Mis hijos tampoco pueden dejar de mirar el fulgor de aquella sonrisa, entonces les señalo una película en la televisión que está sobre el mostrador para que no molesten al señor, ni a sus dientes, con el asombro impertinente de sus miradas.

Es la película de una boda kitsch en la que un grupo de gente baila con manos alzadas, una especie de zorbaelgriego de los Balcanes, o algo así. Imágenes sin sonido. Ropa dorada como aquellos dientes. Todo se ve extremadamente gastado: vestidos, peinados, caras. Dónde pueden conseguir tales trajes – me pregunto.

– Qué mal bailan todos – dice mi hija en voz alta, pero nadie la entiende porque lo dice en español.
– Qué falta de ritmo – coincido, pues no hace falta escuchar la música para saber que esos movimientos no concuerdan con ninguna cadencia.

Mientras esperamos el turno para las fotos, comentamos ese video estrafalario. Lo comentamos en voz alta, seguros de que nadie allí nos entiende. El señor de dientes dorados habla en ruso con otros clientes.

– Si me concentro – digo – puedo entender palabra aquí/palabra allá de lo que hablan estos señores.
– Yo no entiendo nada de nada – dice mi hijo.
– Dijeron: cigüeña – me río. Tal vez los señores también entienden palabra aquí/palabra allá de lo que decimos. Entienden mal, así como yo escucho «cigüeña» ante cualquier otra palabra.

La boda de la televisión sigue en su éxtasis de oropel mudo. Seguimos mirando mientras esperamos que las fotos estén listas.

– Es una boda de hace veinte años – me dice el señor de los dientes – la estoy pasando de VHS a DVD.
– Ya decía yo que esos trajes estaban un poco fuera de moda – me río con mis dientes de hueso.

Al salir, mi hijo me pregunta si cuando sea grande también tendrá que usar dientes de oro. Pego un brinco estremecido. No – grito- esa es una costumbre antiquísima, de unos pueblos perdidos en lo último de no se sabe donde, por allá por Rusia.

– Una costumbre espantosa – insisto.
– Aquí en Israel no hay pueblos así, «perdidos en lo último de no se sabe dónde», ¿verdad, mamá? – pregunta mi hija.

No contesto, pero le señalo el pueblo en el que nos encontramos.

– Lo cual no quiere decir que tengan que usar dientes de oro cuando crezcan – concluyo.

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Contar

contar1

Cien años después,

frente al pelotón de fusilamiento,

recordé que a pesar de los pesares,

yo siempre tengo ganas de contar.

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Cuenta perdida

refugio

He perdido la cuenta de tantas cosas.

No sé qué día es hoy, ni que fecha. No sé cuántas veces hemos corrido al refugio por causa de la alarma antiaérea, esa que anuncia los cohetes que disparan desde Gaza. No recuerdo qué hacía yo antes de que comenzara todo esto.

Hace unos días fuimos invitados a refugiarnos en un kibutz en la zona de Galilea, a unas dos horas y media del kibutz en el que vivimos. Mis niños, otros niños de su edad, algunas madres voluntarias y yo nos embarcamos en un autobús camino al norte.

Aquel kibutz nos abrió sus puertas. Dormimos en colchonetas en una antigua casa para niños, de la época en la que en los kibutz se estilaba que los niños durmieran juntos, que fuesen criados juntos, mientras los padres avocaban sus energías al trabajo de la tierra.

Limpiamos aquella casa con cloro. En el baño vivía un enjambre de lombrices.

Comimos en el comedor al medio día y en las noches los niños locales se llevaron a nuestros niños a comer en sus casas.

Allí vimos el final del mundial, en un pequeño café que funcionaba en una de las casas. Nos dejaron estar allí sin consumir nada, nos dejaron traer nuestras propias galletas y refrescos. Los niños sumergidos en el fútbol. Las madres revisando sus teléfonos para ver cómo seguía la guerra.

Aunque han caído bombas por todas partes, tal parece que solo quienes vivimos cerca de la frontera con Gaza hemos interrumpido nuestras vidas. Y mejor no hablar de las vidas interrumpidas verdaderamente más allá de la frontera. Qué se puede decir de tanta tristeza.

En aquel kibutz de Galilea las únicas explosiones que se escuchaban eran las de las balas de salva que espantan pájaros que pretenden comerse los peces de un criadero cercano.

Un día nos llevaron a un parque acuático, lleno de toboganes y piscinas. La mitad de los que allí estaban eran árabes de la zona. Quise tomarle una foto a una abuela sentada en una silla de plástico que había metido dentro de la piscina, rodeada de nietos, cubierta con su tradicional turbante, pero no pude. No podía andar con una cámara en la mano si tenía a mi cargo a 5 niños, incluyendo a los míos, todos enloquecidos por el agua, el calor, la emoción de los toboganes. Pero esa imagen de esa abuela se quedó en mi corazón como una esperanza. Seguramente porque soy extremadamente ingenua aquel parque lleno de árabes, aquella abuela rodada de nietos, me dijeron que no todo es odio.

Hay matas de mango en esa zona. Miles. Sembradas ordenadamente. Bajitas, pero llenas de mangos. Tal vez porque el clima es idéntico al de Ciudad Bolivar – me digo y añoro estar a orillas del Orinoco.

Regresamos hace un par de días, creo, he perdido la cuenta en verdad.

Otra vez las alarmas y las explosiones. De aquí para allá, de allá para acá.

Ayer unos cantantes vinieron a cantarnos en un refugio público. Al parecer eran muy famosos, todos cantaban sus canciones, todos estaban conmovidos y maravillados, como se puede ver en la foto. Y como yo soy ingenua, el corazón se me lleno otra vez de esa pequeña alegría que me dice que no todo es odio.

Esa pequeña alegría que me salva de hundirme totalmente en el pantano negro de la desilusión.

Escribo sin gracia. Sólo por referir algunas cosas que hemos pasado en estos días.

Creo que he perdido también las ganas de escribir.

 

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Caballito loco

saltamonte verdeDe Ana María Matute sólo había leído un cuento infantil llamado «El saltamontes verde».

Ayer, ante la noticia de su muerte, lo rememoré vividamente. No recordaba detalles, pero si las sensaciones que me produjo mientras lo leía en voz alta y los ojos asombrados de mis hijos mientras lo escuchaban. Entonces lo busqué en la biblioteca, me senté en la cama de mi hija y anuncié que la escritora de aquel libro había muerto ese día y que me parecía un lindo homenaje que leyéramos esa noche alguno de sus cuentos. Enseguida mi hija se enfurruñó:

–  No leas nada de ese libro, mamá – me dijo – todos son cuentos tristísimos.

Entonces yo, injusta como toda madre, di un discurso que comenzaba diciendo que todos los cuentos no tienen que ser felices. Y terminé con la frase dictatorial:

 –  Pues voy a leer un cuento de este libro en voz alta y lo vas a tener que escuchar aunque no quieras.

Como toda madre, pensaba que estaba dando una enseñanza de vida, cuando la verdad era que estaba siendo egoísta e impositiva. Mi hija se encogió de hombros. Mi hijo se relamió de alegría porque a él le gustan los cuentos terribles. Yo inicié la lectura.

Pero he aquí que comencé a leer uno de los cuentos infantiles más tristes que he leído en mi vida: «Caballito loco», se llama. Un cuento de otra época, sin las condescendencias de los cuentos actuales, ni las moralejas, ni las catarsis, ni las falsas irreverencias. Mientras nos adentrábamos por sus senderos, conducidos por aquel caballito loco y extremadamente bondadoso, se nos iba encogiendo el corazón sonoramente. Mi hijo predecía: Mamá, esto parece que va a terminar muy mal. Mi hija arrugaba la cara y aguantaba el llanto. Yo seguía leyendo, sopesando incluso brincar algunas frases profundamente desoladoras o crueles.

Insistía mi hijo: Mamá, esto está cada vez peor. Mi hija escuchaba con ojos y orejas conmovidos. Y yo – que minutos antes había dicho que no todo cuento tenía que ser feliz- seguía leyendo porque creía que un final feliz vendría a aliviarnos de aquel sufrimiento. Pero no, el final es el más triste de los finales. No más cerrar el libro, mi hija y yo arrancamos a llorar desconsoladamente.

 –  Tienes razón, hija: hay cuentos que son demasiado tristes- le dije mientras la abrazaba – Son solo palabras, letras puestas sobre un papel, nada más, y mira como nos dejan hechas polvo. ¿Te das cuenta de la fuerza que tienen las palabras?

–  Sí, mamá – me dijo entre llantos. Ella claro que sabía de esa fuerza, por eso no había querido leer ningún cuento de ese libro.

 De pronto, quise saber si mi hijo estaba bien y lo miré. No lloraba.

–  ¿Qué? – me dijo – yo estaba preparado para lo peor.

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Continencia

Ella tiene unos 65 años. Es tan delgada como un personaje de la entreguerra europea, pero está en algún punto de Buenos Aires. Camina por una calle cuyo nombre desconozco. Voy tomando fotos al azar desde el carro en el que viajamos porque el ritmo lento del tráfico lo facilita. Voy perdida en las puertas, las ventanas, los abastos, los carruajes halados por caballos, cuando de pronto la veo caminando. Vamos un poco desplazados, a unas calles de la calle por donde deberíamos ir. Me gusta eso de estar casi perdidos, pero sabernos en camino. Un poco descolocados. Y está ella allí, caminando, con un traje de entreguerras también, con cara de personaje y boca pintada de terracota. Todos la miramos cuando de pronto se detiene cerca de un paredón sin ventanas, en medio de la acera sola. Todos la vemos levantarse el vestido, doblar un poco las piernas. Su culo blanco de escasas carnes. Un chorro que cae contra la acera oscura. Una mujer que orina casi parada, así, de pronto, con un movimiento que parece repetido muchas veces, un movimiento que parece aprendido en otros tiempos/espacios. Yo guardo mi cámara. La mujer termina lo suyo, se recompone, sigue caminando con su vestido viejo pero decente, su cartera pequeña, su bolsa de mercado.

(De la serie: «Fotos que no pude tomar»)

 

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